Escuelita

 

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GM Ariel Sorin

MF Mariano Varga

 

Escuelita 1975 – Rufino Marín, Simón Lutvak, les pibes y la mascota Pamela

Enseñanza – Primeros años

Escribe Simón Lutvak

En 1972 yo era un joven ajedrecista que en un torneo organizado por la Ciudad de Buenos Aires recibió la invitación de Rufino Marín para acercarme a Torre Blanca.

El club me quedaba cerca y lo visité algunas veces. Una tarde, Rufino me ofreció hacerme cargo de las clases de ajedrez para chicos que se venían dictando los sábados por la tarde. Realmente no sé qué vio en mí, lo que sí ocurrió es que seguí dando clase por 10 años seguidos en Torre, escuelas y particulares desde el momento que acepté el desafío.

La cuestión fue que en 1974 el club no paró de recibir infantiles interesados en aprender. Las clases de los sábados llegaron a tener 35 alumnos de entre 6 y 12 años. Recuerdo a los chicos compartiendo tablero y los padres agolpados en el balcón que daba a la calle Díaz Vélez, en la vieja sede del club.

Torre tenía una clara estrategia con los chicos, para las clases de los sábados NO era necesario hacerse socio, y eso generó que muchos se hicieran y logramos muy buenos jugadores. El campeón mundial juvenil Pablo Zarnicki y el GM Diego Valerga fueron uno de esos «chicos del montón». Y también la actividad fue un imán que atrajo a otros con algo de recorrido como el campeón mundial cadete Marcelo Tempone o el GM Ariel Sorin.

El ajedrez infantil en Torre Blanca es uno de los pilares con los que se solventa el club como institución social, deportiva y barrial. Y seguramente lo seguirá siendo.

La Escuelita

Escribe Luciano Ciruzzi

¿Qué extraña mezcolanza de climas, circunstancias y personajes ha hecho que, en las salas de un humilde club de barrio, tuviera lugar la escuela de ajedrez más poderosa de los últimos cincuenta años? Porque, vamos, es eso; no más: un club de barrio, unos salones desnivelados, despintados, una buena cantidad de socios, una historia rica en momentos románticos y en anécdotas de café. Pero no más. A simple vista, por lo menos, no parece ser mucho más que eso, y, sin embargo, ay, qué extraño, allí están los resultados: decenas de campeones nacionales, campeones del continente, y también, qué barbaridad, campeones del mundo. Pero ¿cómo? ¿Qué pasa ahí, en esas aulas? ¿Por qué surgen y han surgido permanentemente tantos y tan buenos jugadores de ahí?
Pedagogos y jugadores de otros lugares del mundo imaginan que una escuela que ha dado tantos resultados debe operar con el máximo rigor. Creen que existe un exigente sistema de evaluación del nivel de los alumnos y que las clases se imparten a lo largo de muchas horas durante toda la semana. Claro: nunca han pisado el club; es razonable que piensen esas cosas. ¡Si supieran…! ¡Nunca ha habido ningún sistema exigente de evaluación programado! Y respecto de la carga horaria, ¡qué cara pondrían si se enteraran que la escuelita funciona un solo día, un par de horas! ¿Pero entonces, cómo, dónde está el secreto? Ingrésese un momento por la puerta alta de Sánchez de Bustamante un sábado a la tarde y obsérvese qué sucede.
De la cocina del buffet de Abel salen al mismo tiempo los compases de un tango y los humos de alguna fritura ocasional. Un chico llega corriendo al mostrador para pedir un tostado de jamón y queso. No tiene más de siete u ocho años y el mostrador le queda muy alto, de manera tal que no entra dentro del ángulo de visión de Abel. Las banquetas que tiene a la mano también son muy altas, pero sirven: hay una maderita a la mitad de la banqueta que le permite escalar y ganar altura pisando ahí, en esa maderita, primero con el pie derecho, después con el pie izquierdo, mientras se sostiene con las dos manos del mostrador. Queda prácticamente colgado y parece que en cualquier momento se va a caer, pero logra un equilibrio virtuoso, como si ya hubiera hecho esa maniobra miles de veces. De pronto Abel ve asomarse del otro lado del mostrador una pequeña cabeza inquieta que reclama imperativamente: ¡un tostado, Abel! ¡Un tostado! No importa cómo se llama el chico o la chica: puede llamarse Jacques, Alan, Stefy, Emmanuel, Silvana o Joaquín. Esa escena se repite y se repetirá incesantemente, y allí, en esa forma de pedir, en el esfuerzo por mostrarse y reclamar lo suyo, su sánguche, ya hay una actitud y una predisposición y una personalidad que se volverá a expresar en el aula, cuando ya empiece la clase y tenga que imponerse entre otros y decir su jugada, su sacrificio de alfil, su ocupación de una séptima fila.
A lo largo de sus cincuenta años de vida, la escuelita tuvo muchos docentes, muchos buenísimos y excelentes docentes, pero hay uno que ha inventado una forma torreblanquina de enseñar ajedrez. Ese es Alejandro Rey. El maestro ha captado como nadie una manera de acercar, digamos así, una maderita, un escaloncito, para que cada alumno de Torre pueda pisar firmemente y hacerse ver. Ale dice pocas cosas, habla lo mínimo indispensable: trabaja con los silencios. Él mismo ha dicho: se trata de “sostener una escena”, una atmósfera, un ambiente que genere las condiciones del protagonismo del jugador. El alumno tiene que escucharse a sí mismo al decir una variante; se tiene que conocer a sí mismo pensando; no hay que cortarlo; no hay que interrumpirlo; hay que aparecer lo menos posible. Cuando eso sucede y efectivamente se asoma detrás del mostrador del aprendizaje la cabeza inquieta del futuro campeón, entonces hay una verdadera formación. Ciertamente, esto no es todo: después viene el esfuerzo personal y la voluntad de cada jugador. Pero la primera fascinación del niño sucede el día en el que, después de arriesgar una idea propia, tostado en mano, el maestro se limita a mirarlo y a decirle con total seriedad: «muy bien, excelente idea».
¡Y hay todavía más! No sólo se trata de una manera de enseñar y una manera de aprender. Otro particularísimo signo de la escuelita es el rápido sentimiento de identificación que se produce en cada uno de los que pasan por allí. Alumnos se vuelven profesores con el paso del tiempo. Jugadores se vuelve asiduos asistentes. Campeones se vuelven visitantes recurrentes. La razón es sencilla. Más allá de toda pericia ajedrecística, más allá de las horas indispensables de estudio, de práctica, de competencia y de experiencia, más allá de todo eso, la escuelita de Torre Blanca es, fue y seguirá siendo siempre el lugar de la más espontánea de las felicidades, esa felicidad que se descubre luego, más adelante, cuando, una vez pasado el tiempo, se añora como ninguna otra cosa. ¿Quién podría no querer cuidar, proteger y querer ese lugar, esas salas donde se conocen, además, a los más grandes amigos, a los más grandes maestros, y, en fin, a la más querida familia? ¿Quién podría no querer volver, aunque sea unos días, a esas aulas donde ocurre esa extraña mezcolanza de climas, circunstancias y personajes?

Alejandro Rey y Guillermo Campitelli (1993)